Hace veinticinco años que vengo haciendo fotos: unas veces con más éxito que otras, pero desde que empecé a trabajar seriamente, estoy en el mundo de la Fotografía. Hice mis primeros pinitos -como otros muchos de mis compañeros de profesión-, en el mundo argénteo, cuando cada vez que se apretaba el botón de disparo, hacías la cuenta de lo que te iba a costar aquella foto.
La película, ya fuera diapositiva o negativo, de color o en Blanco y Negro, nos costaba por aquel entonces -cuando menos- unos seis euros para 36 exposiciones, a lo que había que añadir el revelado, no solo el de la propia película, sino también el de la copia que podía surgir de la imagen latente de aquella emulsión expuesta.
Si tenías la suerte de contar con laboratorio de revelado en casa -aunque este fuera de lo más austero y espartano- entonces asistirías con algunas de aquellas imágenes a la magia del positivado, es decir convertir aquel pequeño pedazo de gelatina en una copia en la que aparecería gradualmente una imagen sobre papel, después de un proceso tedioso, poco pulcro y muy, muy engorroso: preparar los químicos, tanto de la película como del papel, encerrarte en un espacio que no superaba los dos metros cuadrados, encender la luz roja una vez revelada la película y el “warning” externo -cruzando los dedos para que ningún despistado te arruinara la tarde-, y recluirte allí durante horas, a veces hasta la madrugada.
Pero a los que sentíamos pasión por el proceso, aquel aseo de casa, transformado en un mini laboratorio de positivado, nos sustraía literalmente de la realidad, sumergiéndonos en un mundo de químicos, cubetas y bombillas de colores donde el tiempo adquiría una dimensión distinta.
Por aquel entonces un fotógrafo era alguien capaz de encajar una exposición correcta en el rango dinámico de la película en uso, ya fuera esta dispositiva o negativo. No era esta una cuestión baladí por aquel entonces, ya que los automatismos de las cámaras eran menos sofisticados de los que son ahora, y no había manera de comprobar que la exposición realizada era la correcta hasta el revelado final. En definitiva, el hecho de realizar la exposición requerida dependía más de la habilidad del fotógrafo.
La Fotografía ha cambiado desde entonces: ahora ese trabajo mágico se realiza con procesadores digitales con mucho más éxito y precisión que entonces, y podemos acceder a realizar efectos complejos con una inversión comparativamente más modesta de la que era necesaria en la era pre digital.
Sin embargo, la era de las nuevas tecnologías ha traído consigo una manera de hacer y ver fotos desnuda de toda ceremonia, en la que las mismas se consumen “crudas” sin ningún pudor a una vertiginosa velocidad, y donde las redes sociales juegan un muy relevante papel, implicándonos en un consumo desordenado y con poco criterio: la minuciosidad y el detalle mimado caen desgraciadamente en pos de la espiral vertiginosa del consumo indiscriminado.
Lo más probable es que el mejor final de todas esas fotos es la posibilidad de obtener un “Me Gusta”, clikado mientras se las observa de reojo en una pequeña pantalla de algunos centímetros cuadrados: el tiempo medio que en la actualidad una persona permanece viendo una imagen es de… ¡tres segundos!
Ahora un fotógrafo es alguien que además de realizar una foto tiene que dotarla de una cierta dimensión artística, para diferenciarla de los millones de fotos que diariamente se suben para compartir con el mundo en las diferentes redes sociales.
Que todo lo bueno que nos trajo la era digital conviva con la ceremonia y el boato de la fotografía argéntea: volvamos a tener el tiempo para contemplar la foto elegida, oler el papel en el que esté impresa, antes de colgarla en el espacio físico que merece.
Volvamos a ser Mirones… Volvamos a tomarnos el tiempo de observar, disfrutar del placer de una copia impresa, ya sea en un soporte sobre un espacio, en un libro o en cualquier sitio que no sea la efímera virtualidad de una pantalla.
Al fin y al cabo, la fotografía es mucho más que ceros y unos.